Durante la Edad Moderna la frontera no era como hoy una línea perfectamente delimitada, sino un espacio ambiguo donde confluían pueblos y culturas a veces diversos. Las diferentes jurisdicciones de origen medieval hacían casi imposible establecer una divisoria entre los dominios de un rey y los de otro. Fue entre los siglos XVI y XVIII cuando el desarrollo de la autoridad real logró imponer límites precisos en las fronteras. El principal instrumento para ello fue la guerra, cuya violencia, adecuadamente dirigida, ayudó a separar tanto las tierras como a sus habitantes. Un caso paradigmático al respecto lo constituyó la España del siglo XVII. A raíz de las rebeliones de Cataluña y Portugal en 1640, la Península Ibérica volvió a conocer la existencia de fronteras bélicas como en la Edad Media. El objetivo de Felipe IV consistió en hacer de ellas un frente de guerra comercial y militar, pero la aplicación de políticas diferentes (guerra ofensiva en Cataluña y defensiva en Portugal), unido a la resistencia de la población, cosechó resultados contrapuestos. Cataluña se recuperó, pero no Portugal. Ello obligó a Madrid a vigilar la frontera luso-española en aras de su seguridad, si bien a costa de eliminar los vínculos entre las poblaciones de la raya.
Monográfico: Las guerras en Salamanca.